Las salas enfundadas como inmensas corolas. y un secreto soleado: / el país de los patios. (Se decía glicina, heliotropo, diamela, / como ahora se dice ADN, sidaico). Aquel cielo privado / con chicos y canarios y huertos y murales de macetas pintadas / era de veras cielo. (Entonces, lo ignorábamos). / Nunca imaginamos que lo fuese, hasta ahora, en que hemos / cumplido nuestros propios infiernos). Aquellos cielos / bajos, a ras de tierra, humanos. Todavía a salvo. Allí donde ser niño / era tener abuelos en la casa y amarlos, / dejándolos vivir libres de vaciaderos de viejos: / adiestrados espectros que siempre se demoran demasiado / en morir y dejar limpio el mundo, / que ya no tiene patios, ni destino, ni tiempo.
Ser niño era pedirles que nos dieran la mano, porque teníamos miedo. / Y volver a pedirles que nos contaran cuentos (que eran verdad, / ahora lo sabemos) Y llorar junto a ellos penitencias y encierros: / “había que educarnos”... (Se decía señor y plegaria / respeto, con limpio olor a incienso y a sopa obligatoria, / a almidones y ungüentos). / Se decía Maestro, y en el cuaderno único cabía el universo. / El padre, con arrestos de patriarca doméstico, “tenía autoridad” / y la madre dulzura, por amor o por tedio. / Lo cierto es que la casa nunca estaba vacía / (la mesa familiar, otra inútil reliquia) y la abuela, el abuelo / -una especie de puerto del buen regreso- / eran sencillamente viejos: con todos los derechos a morir / en su casa, en su cama, en su llaga, en su pulso, en su tiempo. / Sin adiós intensivo. Sin pactos terminales de abandono y silencio. / En fin, sólo fantasmas de cielos y otros tiempos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario