martes, mayo 12, 2020

3 - Orlando Van Bredam

Dice mi madre que mi padre era
la fiesta rubia y los ojos cálidos.
Su cara era una patria de sonrisas,
una avenida de banderas altas.

No conoció otro rumbo que el trabajo
y tiene aún las manos escarchadas
de sostener un sulky en la tormenta,
de avanzar entre arboledas flacas
desafiando las agujas del invierno.
Era rural y extenso como un viento
precipitado y calmo, dulce y fuerte.
Había heredado ecos de aquel Flandes
(su abuela Margaret, su abuelo Edmundo)
apenas la sustancia y la torpeza
de aquellos campesinos ingeniosos,
un rastro de otras luchas y otra gente,
monedas del exilio, alcancía
donde la especie guarda lo que siembra.
A veces, 
con mi madre
recordamos
la decidida fuerza de mi padre, 
su otoño arrepentido entre las cejas,
la levedad del grito, la osadía, 
su corazón tan ancho, tan logrado, 
que un día no fue más su corazón, 
se disolvió en la lluvia
y se extendió en azúcar generoso,
reapareció en la frente de algún hijo, 
bailó su vals, fugaz y divertido
y se sentó codo a codo a nuestra mesa


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