Todos llevamos, como Eneas
a nuestro padre sobre los hombros.
Débiles aún, su peso nos impide la marcha;
pero luego, se vuelve cada vez más liviano
hasta que un día deja de sentirse,
y advertimos que ha muerto.
Entonces, lo abandonamos para siempre
en un recodo del camino
y trepamos a los hombros
de nuestro hijo.
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