Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche.
De esta ciudad de libros hizo dueños / a unos ojos sin luz, que sólo pueden / leer en las bibliotecas de los sueños / los insensatos párrafos que ceden / las albas a su afán. En vano el día / les prodiga sus libros infinitos, / arduos como los arduos manuscritos / que perecieron en Alejandría.
De hambre y de sed (narra una historia griega) / muere un rey entre fuentes y jardines; / yo fatigo sin rumbo los confines / de esta alta y honda biblioteca ciega. / Enciclopedias, atlas, el Oriente / y el Occidente, siglos, dinastías, / símbolos, cosmos y cosmogonías / brindan los muros, pero inútilmente.
Lento en mi sombra, la penumbra hueca / exploro con el báculo indeciso, / yo, que me figuraba el Paraíso / bajo la especie de una biblioteca.
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